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Francisco de Asís Cabrero

Francisco de Asís Cabrero nació en Santander en 1912 en el seno de una familia acomodada que promovió en él el gusto por la música y la pintura. Junto a su padre, el pintor José Cabrero, daría los primeros pasos en una disciplina cuyo manejo luego tanto habría de ayudarle. En 1930 viajaba a Madrid con el objetivo de preparar su ingreso a la Escuela de Arquitectura, y allí se instalaba con su abuelo materno, ingeniero e inventor, que debió de transmitirle la necesidad del rigor y precisión que luego manifestaría en su carrera. Durante los años de preparación para los exámenes de ingreso terminó de decidirse por la arquitectura frente a la pintura, que nunca dejó de interesarle. Al igual que otros campos del arte, la arquitectura española atravesaba momentos de confusión y de enfrentamientos teóricos entre las diversas corrientes, entre las que destacaban el tradicionalismo español, un eclecticismo derivado del decimonónico y las propuestas del incipiente Movimiento Moderno.

Mientras realizaba el servicio militar en Santander estalló la Guerra Civil, obligándole a interrumpir sus estudios. En ella Cabrero se implicaría militarmente, primero en el bando republicano, pues Santander se mantuvo fiel al gobierno cuando se produjo el levantamiento, y después en el bando nacional al que se uniría tras una huída novelesca.

Al finalizar la contienda realizó un viaje por Italia que le causaría una honda impresión y con el que iniciaba su vocación de viajero impenitente (durante el resto de su vida visitaría los lugares más remotos del globo, estudiando y tomando datos para la que sería gran obra de su vida, sus Cuatro Libros de Arquitectura). Las ruinas de Roma le impactaron intensamente, aunque quizá fueran las visitas al pintor metafísico De Chirico y a los arquitectos racionalistas Libera y Vaccaro, las que tuvieran una influencia mayor en su obra posterior. A su regreso a España y en un ambiente de euforia patriótica terminaba sus estudios en la primera promoción de la posguerra (compuesta de tan sólo once estudiantes entre los cuales, Miguel Fisac y José Luis Fernández del Amo) y se veía inmerso en un contexto en el cual el régimen triunfante reclamaba una arquitectura nacional que encarnase sus valores ideológicos.

Bien pronto, sin embargo, se percibió la magnitud de la catástrofe. Ésta se produjo en todos los ámbitos de la sociedad. En el demográfico fue de incalculables dimensiones, pues a los muertos y heridos, se unió la gran cantidad de exiliados que huyeron de las represalias que se desataron contra ellos. La destrucción de infraestructuras y de capital humano provocó que se tardara una década en alcanzar los niveles de renta de preguerra. A la situación recesiva de la economía hubo que sumar algunas malas cosechas y una coyuntura internacional nada favorable, que desembocó al finalizar la Segunda Guerra Mundial en un mayor aislamiento de la dictadura franquista. Son éstos los duros años de la autarquía, en los que desde el nacionalsindicalismo se impuso una visión estatalista de la economía que pretendió imponer un modelo alternativo al capitalismo liberal. Siguiendo un proceso de sustitución de importaciones se procuraba producir todo lo necesario en el interior del país, apoyándose en un potente intervencionismo y en una intensa labor propagandística y nacionalista.
El ensimismamiento económico tuvo su paralelismo en el mundo de la cultura, en el cual se produjo un retorno a debates esencialistas en torno a la tradición y al lenguaje propio de la nación. Al igual que tantos otros, el colectivo de arquitectos acusó el tremendo impacto de la guerra, en forma de muertes (José Manuel Aizpurúa, Josep Torres Clavé), exilios (Josep Lluís Sert, Antonio Bonet, Félix Candela) y represalias (Secundino Zuazo). Así se quebró el incipiente avance de las ideas asociadas al Movimiento Moderno que se había producido en fechas previas a la contienda. En palabras de Luis Fernández-Galiano:
"El tradicionalismo visionario de los vencedores, que con el tiempo llegaría a cristalizar en proyectos de arcaizante monumentalismo, interrumpió el desarrollo de la arquitectura moderna, introducida tímidamente en la década anterior al conflicto en dos variantes diferentes: el moderado racionalismo de la madrileña “Generación del 25”, aglutinada en torno al ecléctico Secundino Zuazo y muy influida por el seco funcionalismo germánico; y la radical modernidad blanca del grupo GATEPAC, que floreció en la etapa republicana de 1931-1936, liderada por el catalán Joseph Lluís Sert e integrada por seguidores de Le Corbusier." [9]
El comienzo de la dictadura franquista trajo consigo una arquitectura solemne de monumentalismo clasicista cuyo objetivo era la justificación del régimen sobre la base de su entroncamiento con una historia mítica de la nación española.


Entre las obras paradigmáticas de este periodo en el que confluían exaltación nacional y carestía material se encuentran el Ministerio del Aire (1940-1951) de Luis Gutiérrez Soto, en estilo escurialense, y la Universidad Laboral de Gijón (1945-1956), de Luis Moya, un inmenso complejo impregnado de clasicismo academicista.
Francisco Cabrero participó de este ambiente en algunas de sus primeras propuestas, como la que realizó para el concurso del Valle de los Caídos (1941), una cruz de gran sobriedad formal creada por el contraste entre las sombras de los nichos ciegos y la claridad de unas bóvedas que apoyaban sobre arcos abiertos. Creaba así un hito en el paisaje, uno más de sus proyectos conmemorativos, especialidad en la que destacaría. También el Monumento a la Contrarreforma (1948), en colaboración con Rafael Aburto, supuso una investigación estilística, en este caso con el diseño de un conjunto de gran barroquismo.


Había coincidido con Aburto, además de con José Antonio Coderch, en la Obra Sindical del Hogar, uno de los organismos impulsados por el régimen para reconstruir el país (al igual que Regiones Devastadas y el Instituto Nacional de Vivienda) y dirigido por miembros de Falange. Su colaboración se extendería en otros concursos como el de la Basílica para Madrid (1952), pero sobre todo en la construcción de la Casa Sindical frente al Museo del Prado (1948). Cada uno de ellos presentó su propia propuesta, y el jurado decidió premiar a ambos para que desarrollasen el proyecto de Cabrero. Este edificio de aspecto metafísico, que recuerda en su laconismo algunas obras pictóricas de De Chirico, así como a Terragni o al EUR de 1942, es la primera gran obra de Cabrero y ha sido señalado como un punto de ruptura respecto del historicismo previo. Si bien su monumentalidad y su simetría remiten a esquemas clasicistas, el despojamiento de su fachada y el racionalismo de su concepción anuncian caminos novedosos para la arquitectura española, que se dirige hacia un reencuentro con la modernidad. Es también interesante su articulación en la ciudad, como señala Antón Capitel:


"(...) destacando en él el modo en que se logra una idea monumental de gran pureza, preparada tanto para la gran escala urbana del Paseo como para la inmediata de su gran frente, y servidas ambas cuestiones con la regularidad, la pureza formal y la simetría, a pesar de tener que insertarse en un terreno irregular de la ciudad vieja." [10]

Rondando el ecuador del siglo se percibe también en el plano teórico la aspiración de modernidad, como queda patente en las muy relevantes Sesiones de Crítica de Arquitectura dirigidas por Carlos de Miguel a partir de 1950 en torno a la Revista Nacional de Arquitectura en Madrid y en las actividades del Grupo R, fundado por Josep María Sostres en Barcelona, aspiración que cristalizará en el Manifiesto de la Alhambra (1952), escrito por Fernando Chueca Goitia y firmado por arquitectos de gran relevancia, como Zuazo, Fisac, Aburto y el propio Cabrero. El manifiesto es un elogio de la sencillez y la poesía, en el que se contrapone la ligereza de las formas nazaríes a la pesantez del estilo herreriano, y se buscan las relaciones existentes entre la arquitectura del alcázar y la moderna. Es por tanto un texto que rechaza el tradicionalismo de posguerra y apuesta por romper el ensimismamiento español.


La Casa Sindical coincidió cronológicamente con el comienzo de las obras de la Feria Nacional del Campo, en la que Cabrero colaboraría con el arquitecto Jaime Ruiz Ruiz tanto en el diseño de conjunto como en el de los numerosos pabellones que realizarían a lo largo de los años. La idea original de llevar el campo a la ciudad estaba imbuida de una concepción del franquismo inicial para el cual el campo personificaba virtudes tales como el sentimiento religioso, la unidad familiar, ausentes en las ciudades, que habían sido al fin y al cabo el semillero del poderío rojo. Se pretendía mostrar los productos agrarios en la ciudad, al modo de las antiguas ferias de ganado.
El recinto ferial de la Casa de Campo se puede entender como un organismo que crece y muestra la coexistencia de modos diversos de entender la arquitectura y la evolución de sus planteamientos en el tiempo, todo ello influido a su vez por las circunstancias ideológicas del régimen. En la primera fase de la Feria, cuando tan sólo era nacional, Cabrero y Ruiz trazaron el plan general, y diseñaron algunas piezas singulares como la Torre-Restaurante, el Pabellón de acceso o la Plaza de recepciones (véase supra p.13). Su trabajo en común en la singular parcela de la Casa de Campo madrileña se extendería durante casi dos décadas, en las cuales la evolución política y económica española condicionaría muy intensamente su arquitectura. Los años de aislamiento y la consiguiente carestía de hierro y cemento impusieron soluciones técnicas como las bóvedas de ladrillo, desarrolladas por Luis Moya, que Cabrero utilizaría tanto en la Feria Nacional del Campo como en el edificio de viviendas Virgen del Pilar (1947). La década de los cincuenta fue un periodo de transición hacia el desarrollismo de los sesenta en el que se experimentó un afianzamiento de la dictadura en la escena internacional y una cierta mejoría económica. En 1959 se impulsó el Plan de Estabilización, que daba lugar a un decenio de intenso crecimiento económico favorecido por la afluencia de capitales extranjeros y las reformas liberalizadoras. Las nuevas circunstancias permitieron que se iniciara en la obra de Cabrero la llamada por él mismo su “edad del hierro”, cuyos primeros exponentes fueron la Escuela Nacional de Hostelería (1957), y el Pabellón del Ministerio de la Vivienda (véase supra p.22), ambos en la recinto de la Casa de Campo.
Poco después, en 1960, Cabrero levantó otra de sus grandes obras, el Edificio Arriba (1960), ubicado en la prolongación de la Castellana hacia el norte. En su manera de colocarse en la ciudad, al modo de una esfinge que observa el tráfico, es heredero del Edificio Sindicatos, pero su lenguaje es el de las estructuras metálicas, y en ese sentido le debe más al Pabellón del Ministerio de Vivienda. Se compone de un volumen de once pisos que flanquea la Castellana y contiene las oficinas y de un volumen alargado de dos pisos en el que se alojan las rotativas y que se esconde tras el primero. Éste es poco más que una retícula estructural, carente de zócalo y cornisa, que aspira a una abstracción reduccionista tan sólo matizada por la colocación de varios elementos que eliminan la simetría.
En el Colegio Mayor San Agustín (1963) continuó con su búsqueda de una construcción esencial utilizando los mismos materiales que en el Edificio Arriba: acero, ladrillo, aluminio, vidrio y fibrocemento. En torno a un amplio patio se colocan dos volúmenes, uno de los cuales contiene las habitaciones de los estudiantes y el otro los servicios. El edificio de servicios es un bloque compacto con una larga cubierta a un agua en el que los espacios, de altura diferente, se manifiestan al exterior con el rítmico juego de los huecos.
Dos años después y de vuelta en la Casa de Campo Cabrero y Ruiz levantarían el Pabellón de Cristal (1965), una de sus obras más relevantes y en la que se tensaban hasta extremos insospechados las posibilidades constructivas de las estructuras metálicas (véase supra p.26).
Pero si bien construyó algunas obras como el Club Santo Domingo o la estación de servicio de Villalba en las que la potencia del acero seguía siendo protagonista, la evolución de sus ideas no cesó. Así, en 1973 levantó un edificio que se encuadra bien en un contexto en el que cobraban relevancia creciente las ideas de Aldo Rossi y Robert Venturi. El Ayuntamiento de Alcorcón es una obra curiosa, un volumen compacto de ladrillo con cubierta de pizarra en el que la estructura pierde el papel expresivo de obras anteriores, y que ostenta una serie de símbolos como el balcón del alcalde, el reloj y la bandera cuyo tratamiento enfático se acerca a la ironía que se hizo tan frecuente en la arquitectura posterior.


En los años que siguieron Cabrero continuó haciendo concursos, como los de la Ordenación de la Plaza de Castilla (1986) y el del Gran Teatro para la EXPO de Sevilla (1987), pero el trabajo al que dedicó sus mayores esfuerzos fue el de los Cuatro Libros de Arquitectura. Con los dibujos y aprendizajes adquiridos en muchos años de viajes y de profesión confeccionó una obra que se publicó en 1992 y que es un compendio de todo aquello que le había atraído a lo largo de su vida. Estructurada en cuatro volúmenes: Libro I Estructuras Vernáculas, Libro II Estilos Clásicos, Libro III Crisis Moderna y Libro IIII Tiempos Futuros, se trata de una obra muy extensa, que presenta una gran cantidad de dibujos y de fotografías del autor y cuya aspiración universal la hace tan interesante como en apariencia inaprehensible.

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